Las ‘superbacterias’: el apocalíptico mundo sin antibióticos
Por su culpa, la tuberculosis o la sífilis volverían a atacar o un simple raspón podría ser mortal.
El cuerpo de Addie Rerecich se ve frágil, débil. Está sentada en una silla de ruedas y sus brazos, delgados y largos, están vestidos con una camisilla rosada que cubre sus muñecas. En esa foto, tomada algún mes de 2011, ella —de 11 años y rubia como la mostaza—, posa, sonríe y parece feliz. Parece que su alegría sigue intacta pese haber estado cinco meses recluida en un hospital; pese a tener, por culpa de las bacterias, de su creciente resistencia, su pierna y brazo izquierdo inmóviles y unos ojos que no ven con nitidez. (Lea también: Las bacterias que inquietan a la comunidad científica)
También, aunque lo oculta, está llena de cicatrices por las varias cirugías que iniciaron el 19 de mayo. Ese jueves varios doctores se tropezaron con una poderosa infección que empezó a treparse por la cadera de Addie y llegó a sus pulmones en forma de neumonía bacteriana. Y combatir al culpable, al estafilococo, uno de los microorganismos que más inquieta a la Organización Mundial de la Salud (OMS), se convirtió entonces un reto que no solucionaba ningún antibiótico.
La única manera de supervivencia resultó ser un trasplante, un procedimiento que era, a todas luces, improbable. La razón, escribe su madre, “es que ese grupo de bacterias —a las que se sumaban la ‘E. coli’, la ‘Stenotrophomonas maltophilia’ y la ‘Enterobacter aerogenes’— ya hacían estragos en su cuerpo. Y los doctores, en medio de su desespero, recurrieron a la Colistina, un fármaco que puede ser tóxico para otros órganos”. Pero, por suerte, Addie lo resistió y soportó también un doble trasplante de pulmón.
La historia es uno de los relatos que ha revelado la Sociedad de enfermedades infecciosas de Estados Unidos (IDSA, por sus siglas en inglés). Son narraciones escritas por algunas de las cientos de víctimas de la resistencia bacteriana, ese fenómeno que hoy causa más muertes que el sida y que podría llegar a ser una verdadera pesadilla internacional.
Ya a principios de 2011, Margaret Chan, directora de la Organización Mundial de la Salud (OMS) había lanzado un mensaje fuerte y claro: “mientras no se apliquen las medidas correctivas y protectoras de carácter urgente, el mundo se encamina a una era postantibiótica en la que muchas infecciones comunes no tendrán cura y volverán a matar con toda su furia”.
Volverán, en el peor de los escenarios, a ser letales: un raspón o un pinchazo podría significar un asunto de vida o muerte, los trasplantes de órganos o la quimioterapia —en los que los antibióticos son esenciales— no resultarían viables, “o —como explica María Virginia Villegas, experta en resistencia bacteriana del Centro internacional de entrenamiento e investigaciones médicas (Cideim)— una simple infección urinaria podría ser mortal”.
Eso, claro, en el más extremo de los panoramas. En uno donde las bacterias, aquellos microorganismos admirablemente astutos para sobrevivir, ganen la batalla contra el ser humano. Una batalla milenaria en la que las derrotas eran frecuentes antes de que el azar le permitiera a Alexander Fleming descubrir la penicilina; antes de que ese escocés nos librara de pandemias como aquella del sífilis que en los siglos XV y XVI asolaba al 15% de la población europea.
El motivo por el que eso podría suceder es porque, como dice Villegas, las bacterias son sumamente sabias. “Ellas —asegura— producen enzimas destinadas a dañar las sustancias que les son nocivas. Y con los años esas enzimas cambian, mutan y esa información genética pasa de bacteria en bacteria hasta que sus mecanismos de defensa son capaces de dañar los antibióticos. Ahora, lo que hacemos, es combinar distintos medicamentos para combatirlas y hallar una solución”.
La lucha mundial contra un mal público
Un verdadero ‘mal público para la salud’. Así es como la OMS ha catalogado a esas ‘superbacterias’ desde que en 2001 lanzó ‘Estrategia mundial para contener la resistencia a los antimicrobianos’, una problemática que año tras año evidencia qué tan inconmensurable puede llegar a ser.
En el 2012, por ejemplo, murieron en Europa 25.000 personas debido a infecciones generadas por estos agentes y en el mundo se registraron 440.000 nuevos casos de tuberculosis multirresistente.
Como si fuese poco, el costo de controlar esos microorganismos resulta pasmoso. Según la IDSA, solo en EE.UU., para combatirlos se destinan anualmente entre $21.000 y $34.000 millones de dólares. Incluso, de acuerdo al Instituto Nacional de Salud (INS), ser atacado por una bacteria cuando se está recluido en el hospital (su refugio preferido), puede incrementar tres veces el costo de los medicamentos y siete veces el de los exámenes que se deben realizar.
Y si a esos factores se suma el hecho de que la producción de antibióticos ha ido disminuyendo desde la década del ochenta, el panorama no es alentador. En los últimos cinco años la Administración de Drogas y Alimentos de EE.UU. solo ha aprobado dos de estos medicamentos, mientras varios de los ya existentes resultan débiles frente a las ‘bacterias pesadilla’.
De hecho, como asegura Aura Lucía Leal, directora del Grupo para el control de resistencia bacteriana de Bogotá (Grebo), “ya hay enzimas capaces de romper los carbapenémicos”, uno de los más poderosos grupos de antibióticos.
Aunque, claro, no son pocos los expertos que afirman que para la industria farmacéutica hoy no es rentable invertir diez o veinte años investigando estos fármacos de costos relativamente bajos, cuando tratamientos para el cáncer, la obesidad o la presión arterial generan ingresos mucho más significativos.
Sin embargo, las noticias no son del todo malas. Varias campañas han logrado obtener valiosos resultados. Francia, con la iniciativa “Los antibióticos no se deben dar automáticamente”, consiguió disminuir en un 26,5% el uso de esos fármacos para síndromes gripales, y Canadá, con el programa “¿Necesitan antibióticos los microbios?”, redujo en un 20% el uso de estas medicinas para tratar infecciones respiratorias. El propósito de la OMS es que esos proyectos se repliquen en todos los países.
El desafío para Colombia
Tal vez, el último hecho que disparó las alarmas en nuestro país, fue la presencia de la nueva enzima que algún sueco en 2008 adquirió en Nueva Delhi. Entonces, Colombia se creía lejos de poder tropezarse con la llamada ‘New Delhi metalo-β-lactamasa’ (NDM) que, en suma, hacía a las bacterias aún más resistentes.
Pero, poco a poco, empezaron a registrarse casos en Inglaterra, Pakistán, Japón, Australia, EE.UU. y América Central. Y justo cuando el mundo empezaba a verse invadido, la OMS emitió en 2011 la primera alerta epidemiológica para Latinoamérica de aquella enzima capaz de diseminarse con enorme facilidad.
Bastaron solo unos meses para que el INS advirtiera de la circulación de este mecanismo en el país, al tiempo que hacía un llamado a fortalecer la prevención. El aviso, hoy, sigue vigente.
Inclusive, en el último boletín del Grebo en 2013, en el que se hace un detallado análisis de la NDM y se alerta sobre la presencia de ‘superbacterias’, la conclusión es diciente: “debemos estar preparados para la posible emergencia de varias especies bacterianas productoras de NDM. La emergencia en Colombia y Latinoamérica implica un nuevo y preocupante desafío para los sistemas de vigilancia”.
Pero, ¿desde hace cuánto se intuía en el país la presencia de estas ‘superbacterias’? ¿Cuál es el panorama de esos agentes que tanto inquietan a la comunidad científica?
Si bien es cierto que el tema no se trata con frecuencia, desde el noventa se efectúan estudios de forma continua en nuestro país y, actualmente, el INS lidera una red nacional que actúa como asesora en la prevención, vigilancia y control de la resistencia de antimicrobianos. Hay también 25 grupos de trabajo (como el Grebo y el Cideim) que asocian centros médicos e investigan, pese a que, como lo dice el INS, hacen falta recursos para desarrollar estudios e intervenciones para sensibilizar a la población.
Y, justamente, este último factor representa una de las mayores dificultades. Por un lado, según la doctora Leal, “en ocasiones los antibióticos no son necesarios o, cuando se requieren, se hace caso omiso a las dosis adecuada. Además, muchos no aplican un gran medio de prevención: el lavado de manos”.
Por otro lado, hay elementos que contribuyen a la expansión del fenómeno. Por ejemplo, explica Villegas, la industria avícola y ganadera suele suministrar antibióticos a los animales para promover su crecimiento. Cálculos de la OMS indican que el uso de esos fármacos para tal fin —frecuente en Colombia y vetado en Europa— es, por lo menos, mil veces mayor de lo que se usa en la medicina.
Pero, coinciden ambas especialistas, la mayor dificultad es la venta libre de antibióticos, solo regulada en Bogotá. En cualquier otra ciudad se pueden comprar sin prescripción médica.
Todo eso contribuye a que a veces la balanza se incline a favor de los más antiguos enemigos del hombre y a que sea cada más fácil adquirirlos afuera de los hospitales como sucede con la ‘Mycobacterium tuberculosis’ (causante de la tuberculosis) y la ‘Neisseria gonorrhoeae’ (causante de la gonorrea).
Es más: hay un ‘cartel’, identificado como el más peligroso por su capacidad de eludir medicinas, resumido por la Sociedad Estadounidense de Enfermedades Infecciosas en la sigla Eskape: ‘Enterococcus faecium’, ‘Staphylococcus aureus’, ‘Klebsiella pneumoniae’, ‘Acinetobacter baumannii’, ‘Pseudomonas aeruginosa’ y ‘Enterobacter’.
A parte de esas, en Colombia, de acuerdo al INS, hay que prestar atención a otros agentes como el ‘Streptococcus pneumoniae’, ‘Enterococcus spp.’, ‘Haemophilus influenzae’, ‘Helicobacter pylori’, ‘Escherichia coli’, ‘Salmonella enterica’ y la ‘Shigella spp.’.
De no hacerlo, esos microorganismos, aquellas pesadillas que han vuelto a aterrorizar a los médicos, nos devolverán una era medieval, a la letal era preantibiótica.
Fuente: http://www.eltiempo.com/vida-de-hoy/salud/ARTICULO-WEB-NEW_NOTA_INTERIOR-13423558.html